jueves, 29 de abril de 2010

Cada mañana...


Cada mañana hago un recorrido en coche de una media hora para ir al trabajo. Me encantan los paisajes que voy dejando tras el rabillo del ojo, tanto que, a veces, no me resisto a echar un vistazo por el espejo a esa nube que se me había despistado o al grupo de pájaros que, como decíamos de niños, “van de boda”. Es tanto lo que nos ofrece la naturaleza que, unas veces, me transmite serenidad, y otras, agita mis sentidos hasta llenar mis ojos de agua y atar un suave nudo de arrebato en mi garganta.

Al llegar a la ciudad, una ciudad tranquila, me encuentro, en los pasos de cebra, en las aceras… con las mismas personas cada jornada. Ellos no me ven. Soy alguien que va en un coche de los muchos que circulan a esas horas, pero yo, fresca, con las neuronas descansadas, me fijo en sus semblantes, en su manera de caminar, en la gana o desgana con que afrontan el día. Me imagino cómo será su estado de ánimo, si serán felices o desdichados… y, a veces, me sumerjo en ellos y lo llego a saber, en su pequeño mundo de emociones, pensamientos, dificultades, alegrías, esperanzas, miedos, sinsabores, premios y “castigos”.

Y ahora lo escribo; no observo para escribirlo, sino que escribo porque me siento empujada a hacerlo, a explicar cuán iguales somos y cómo, a su vez, cada uno va llevando la genuina parte, liviana o pesada, de su existencia: vidas y vidas para crear la gran Vida.

Me llaman la atención, por ejemplo, unas personas que esperan ante la puerta de un negocio hasta que –supongo- llega el jefe y les abre (bien podría hacer unas copias, pienso). Entre ellos no cruzan palabra. Siento la tentación de parar el coche y decirles: ¡Venga, hombre, que la vida son tres días! Pero sabe Dios cuál será el motivo de que tengan tan marcada la línea entre “el tú” y “el yo”. Tal vez, la circunstancia: esa llave que cierra la puerta…

A continuación, una señora de cierta edad y peso, que camina a buen ritmo, sin fallar ni un solo día: azúcar en la sangre, pienso (miraré en el libro de Joman qué es lo que la ha conducido a esa enfermedad, cavilo también).

Un adolescente con un caminar frágil y delicado y un halo de tristeza. Tiene todo el aspecto de ser tremendamente sensible: sufre; estoy segura de que sufre. Este chico lleva en sí alguna que otra reconexión a distancia desde mis manos hasta sus sienes.

Un par de niños, ella no más de 12 años y él unos cinco menos, van solos al colegio. En una ciudad pequeña esto no es inconveniente. Son hermanos, tienen la misma carita. Llevan prisa y fruncen el ceño de igual modo. Cruzan solos el paso, con sus mochilas cargadas de datos para memorizar, tareas inacabadas, una nota de sus padres justificando alguna falta, porque ella (la que casi arrastra a su hermano con la responsabilidad que arroja ser la mayor, al niño que lleva la camisa por fuera del pantalón y el flequillo con un repilo de no ser muy tranquilo :-)) lleva un dedo escayolado. Enseguida recuerdo aquello de la relación entre los huesos rotos y los autocastigos, y la falta de poder que hay tras este incidente. Porque sí, a los niños también les quitamos el poder con nuestro proceder… Corto rápidamente ese pensamiento, porque siento mucha pena cuando un niño sufre por la inmadurez de los mayores; no hay derecho a que les robemos la alegría con la que nacen, a rebosar.

Y aquí está el jubilado del paso que le sigue a la gran rotonda. Le voy tomando cariño, pero me cuesta. No es de esos ancianos -la mayoría- que te dan las gracias tan solo por cumplir con las normas de tráfico, cuando les cedes el paso, y lo hacen con una sonrisa. No, es de los que, antes de que hayas llegado, te impone la palma de la mano enérgicamente, desconfiando de que vayas a parar, aunque nunca se le ha dado ese caso. Está malhumorado desde primera hora, pienso. Habría que ver la vida que ha llevado. Seguro que nunca se le pasó por la cabeza que hubiera podido vivir como hubiera querido, mutando la desconfianza por confianza.

“¡Qué cansancio viajar cada día media hora para llegar al trabajo!”, me han dicho alguna vez.

“Ninguno”, les respondo. “Voy retratando secuencias de vida que alimentan mi imaginación y mi compasión”.