En su soledad, las palabras esperan imperturbables la vuelta de su “dueño”, porque se sienten queridas y también acompañadas de sí mismas. Saben que cada una de ellas contiene a todas las demás y que, a su vez, son independientes. Comprenden que son necesarias en la totalidad de la obra aunque conservan intacta su fuerza y significado unitarios. Las palabras llevan una vida holística y el escritor se ve realizado en este mundo coherente y constructivo. Está muy agradecido de haberlas frecuentado y de su inconmensurable sentido de la fidelidad y la colaboración.
Ellas son abiertas y, a la vez, enigmáticas, ingenuas y sabias. Están muy bien entrenadas para el baile al que son sometidas, y esperan con regocijo las sorpresas que, en cualquier momento, puede depararles la mente creativa de aquel con quien tienen sellado un pacto prolongado de afecto y pasión.