Camino por la calle, observo a quienes me rodean.
Les saludo; a veces cruzo unas fugaces palabras entrelazadas de afecto.
En ocasiones, la parada se prolonga y hablamos de lo más recóndito. Hago un alto para un café.
Converso con mis amigos y, en alguna pausa, disfruto del verde de las hojas.
No dejo de asombrarme de tanto como me perdí...
Luego izo la mirada y me ato a una nube que se esfuma.
Medito sobre la impermanencia de la vida.
Regreso al mundo material; alrededor de la mesa, saboreo la tostada, pero…
Me escapo al espacio de la imaginación.
Me sumerjo en las profundidades de la gente.
Escucho, entre sus palabras, el latido de su corazón.
Puedo sentir la influencia de su entorno y su afán por caminar rectos.
Capto la sabiduría que encierran, tal vez obviada por ellos mismos entre lo que llaman problemas.
Pienso en sus tesoros, en tanta creatividad como retienen y en tanta como ofrecen.
Entro nuevamente en mí...
... y me invade un inmenso gozo cuando saboreo ese instante en el que, frente a la hoja en blanco, pueda desahogar tanta belleza.