Siempre he tendido a idealizar mucho a las personas que, por algún motivo, me han impresionado. Y eso, en cierto modo, me ha proporcionado muy buenos momentos, porque creo que la capacidad para entusiasmarse, sea por el motivo que sea, es causa de felicidad.
Hoy día, sin embargo, con una mirada más serena, no tan analítica (porque el análisis suele derivar en el juicio), sino contemplativa, he perdido esa costumbre de sublimar a aquellos que me impactan a primera vista. Me alegro de esto porque, en cierto modo, parecía exigirles siempre maravillas.
Ahora, en la medida en que me considero muy igual al resto de los seres humanos y sé de mis virtudes, pero también de mis debilidades, sólo cuando me sorprendo de mi misma sin caer en mi propia idolatría puedo experimentar también la libertad de no esperar.