No recuerdo el momento exacto en el que me pregunté por la vida, por mí, por la gente que me rodeaba, por las cosas que me sucedían, por la causa de todo, por sus consecuencias…
Se me ha olvidado la fecha, incluso el año en el que comencé a tomar conciencia de mí misma. Sé que hubo un cambio, pero resulta difícil acotar ese instante, el chasquido del despertar en el que comienzas a ver no la verdad, sino tu verdad. La que te calma, te acoge y te hace sentir segura en medio de un mundo inseguro.
Sucede de un modo gradual, como si encendiera una lámpara que va tomando intensidad a medida que pasa el tiempo.
Vas descubriendo entre la tímida luz motivos para seguir buscando, mientras te ahoga la emoción de saber con certeza que ese es el camino.
Y, tras ese “darte cuenta”, nunca retrocedes, aunque tal vez tengas alguna parada que se prolonga más de lo que debiera...
No eres mejor ni peor que nadie, pero ahora ya sabes quién eres y no precisas buscar más. Simplemente comprendes en qué consiste la vida y por eso no la pides nada.
Sólo das las gracias.