Hay temporadas en las que los libros se apilan en la mesita de noche y los miro, hambrienta, queriendo probar un bocado de cada uno. A veces, me resulta tan difícil elegir que voy intercalándolos e, incluso abriéndolos al azar y encontrando justo lo que necesitaba leer en ese preciso momento. En ocasiones, siento remordimientos si dejo abandonado a alguno que sé merece la pena, pero al que no le ha llegado su turno, por el momento.
Sin embargo, en otras etapas no les hago ningún caso. Tal vez por saturación, o porque la mente, como la vida, sigue sus ritmos y cuando suena la diana del cambio, obedece.
Ahora estoy en una de esas fases en las que no leo ni una sola página (se aprecia en la ausencia de reseñas de libros en las entradas del blog). Se me ha borrado, incluso, el dato de los que tengo pendientes. Y me extraña, porque llevo años leyendo sin dejar de hacerlo ni un solo día. Pasará pronto, seguro.
En cualquier caso, ellos saben de sobra que no los olvido. Son mis terapeutas, mis amigos, mis guías, evasión para la mente y alimento para el alma. Tanto es así, que hace poco escogí de mi librería los que más quiero, aquéllos que más han contribuido a mi despertar, y me los llevé a mi alcoba, donde dispuse para ellos una pequeña estantería blanca, con luz, como se merecen.
No soy muy nostálgica y, por otra parte, valoro las ventajas que esta era de la revolución virtual e informática nos ha reportado, tanto en el terreno de la escritura como de la lectura, pero me resisto a perder el encanto de tomar el libro entre las manos, sostenerlo con esmero, pasar las páginas para descubrir los secretos que esconde la tinta sobre el papel, y colocar el bonito separador que sustituye a mi memoria cuando lo cierro.
Por cierto, creo que ya se me está abriendo el apetito :-)