Los lauros (o laureles) de mi jardín necesitan un “corte de pelo”. Están tan juntos que han cerrado el paso entre ellos. No tengo mucha maña para la jardinería. Mejor dicho, no he trabajado ese patrón mental, el que me hace creer que soy negada para esa actividad, como me pasaba con las matemáticas :-). Hoy día sería otra cosa, pero ya, casi por pereza, he pensado que tengo que llamar a alguien para que los arregle.
Cuando entraba en casa, los he mirado con ternura, porque he percibido, entre su verde y frondosidad, su indefensión, pero también su grandeza.
Esos árboles están a expensas de mis gustos, desde el mismo día en que se me ocurrió plantarlos en ese lugar en el que se encuentran, con la única misión de Ser, crecer y regalarnos su belleza pura.
Sin embargo, ellos saben vivir siendo, lo que tanto nos cuesta a los hombres. Se alimentan del agua de la lluvia casi todo el año, hasta que las nubes descansan y nos dejan su trabajo. Reciben nuestras atenciones y nos corresponden con el brillo lozano de sus hojas.
Si los hablas, crecen con más alegría, dicen. Y si no te diriges a ellos, se acomodan y siguen el curso de sus vidas, dando ejemplo en silencio.