Aunque nuestros sueños estén ocultos, están en nosotros desde el momento en el que vinimos a mundo. Cada uno sabe, en lo más profundo, qué es aquello para lo que ha nacido o, al menos lo que llenaría su vida de entusiasmo. Cuando, por miedos, inseguridades o prejuicios, retenemos nuestros dones nos estamos privando de muchos momentos de dicha. No importa el alcance ni el peso del sueño que nos gustaría hacer real. Puede ser de una magnitud tremenda, ser notorio, afectar a la trayectoria de tu vida, y puede tratarse de una “pequeña” ilusión, que te ronda por la cabeza y no le prestas la atención que merece.
Nuestros sueños quedan enterrados, en ocasiones, porque se nos ha educado en el “ser” en un sentido puramente profesional, familiar y social: “eres un buen estudiante, un buen abogado o un buen ciudadano, un buen hijo, un buen padre”. Por el papel estandarizado que vas a desempeñar, pero pocas veces se nos ha hecho ver lo que constituye nuestro "yo" más profundo, del que despegan las ilusiones: eres una persona digna, autosuficiente, valiosa, capaz de emprender lo que desees y de conseguirlo, preparado para disfrutar de tus logros y de aprender de tus fracasos. Hemos obviado la belleza de la vida, porque nos han mostrado la “lucha”. No nos han dado a entender suficientemente lo que tan bien expresa el cantautor Facundo Cabral en esta preciosa cita:
“Si somos hijos del amor, hemos nacido para la felicidad, lo demás son pretextos”.