Decía que no guardaba rencor, que había olvidado el tremendo daño que me había hecho (que había permitido que me hiciera, hace tiempo), pero, en realidad, había perdonado, pero no olvidado. Además, sentía su mirada en mí, con una mezcla de temor a quien se sabe que ya es fuerte, pero también con un ligero desafío.
En mi día a día trataba de vivir conscientemente, e intentaba ayudar y ayudarme, pero, de vez en cuando, me cubría esa pequeña, pero insistente, sombra.
Y en uno de esos instantes en los que sientes tu inmenso poder y, a la vez, tu pequeñez; en los que no le das importancia a nada porque sabes que lo tienes todo… descubrí el porqué de esa sombra y hallé la solución:
Aún estaba atrayendo ese ligero desafío, porque había algo que estaba haciendo mal: juzgando de pensamiento y observando (para seguir juzgando) los movimientos de la persona a la que “acusaba” de juzgarme y observarme.
Estaba haciendo exactamente lo mismo que lo que pensaba me hacían a mí, aunque con una percepción distinta en ambas partes, debido a la distinta evolución.
Así que, tras este imprescindible autoanálisis, me propuse un ejercicio: dejar ser.
¡Y funcionó! Paré de observar y juzgar y experimenté la tranquilidad de no verme juzgada y observada.
No se trata de una relación fluida ni se pretende que así sea, pero aunque con caminos diferentes (que, por otra parte, nunca fueron el mismo) acabaron las miradas recelosas, las punzadas y las desconfianzas.
Nuevamente ¿Me estaban dañando o me estaba dañando sola?
Me acojo a la frase de W. Dyer: “Cuando una persona se abstiene firmemente de hacer daño a los demás, todos los seres vivos dejan de sentir enemistad en su presencia".