Voy a contaros una historia excepcional de solidaridad y entrega. Daría para el guión de una película, en cuyo final aparecería esta leyenda:
“Hoy en día, el Ángel continúa llevando una vida normal, aunque siempre llena de amor, y seguramente no es lo bastante consciente de su humanitaria labor para con el protagonista de la historia. Es habitual oírla decir: Yo veo bueno a todo el mundo”.
Yo sí puedo afirmar que ella lo es.
Con una vida personal completa y muchísimas inquietudes, la mayoría de ellas encaminadas a crecer como ser humano, conocí a M. C. en la presentación de mi libro, Palabras del Bienestar. Dice que uno de los folletos que anunciaba el acto le llegó a sus pies, movido por el viento. Somos del mismo pueblo, pero, hasta entonces, no habíamos cruzado muchas palabras. Al finalizar, se me acercó, y me dijo:
“Yo no sabía que aquí había personas interesadas en estas cosas que tanto me llenan a mí”.
Desde entonces, tenemos una gran amistad (esporádica, pero intensa). Cenamos juntas periódicamente, con otras dos amigas más; todas en la misma onda, tal y como relaté hace un año en una entrada que titulé
"Profundas relaciones". El tiempo vuela cuando nos reunimos; se nos llega a enfriar la comida de los platos, porque, en esas ocasiones, el alimento que buscamos es otro :-).
En una de esas reuniones nos narró (sin ninguna vanagloria, sino como es ella, con naturalidad), cómo había ayudado a morir a un vecino. Fue a socorrerle porque se había cortado en una pierna, y cuando ella le encontró hacía tiempo de ello. La herida estaba infectada y la infección le había pasado a la sangre. Él no quería ayuda de nadie, ni siquiera de los médicos. Sólo a ella le hizo caso. Le atendió, le buscó quien lo hiciera en algunas tareas a las que ella no llegaba por sus responsabilidades, y le acompañó, en muchas ocasiones al hospital, donde permaneció ingresado. Todo eso por espacio de dos años.
Él la llamaba “mi ángel”, la pidió que le ayudara a morir y así fue.
Ayer volví a hablar de esta enternecedora historia con ella, y me enseñó una máquina de escribir que la había regalado el anciano. Con ella, había escrito más de 500 páginas autobiográficas, que, por desgracia, quemó después. En ese documento se perdieron detalles tan impactantes como su fuga de un campo de exterminio, cuando sólo era un adolescente.
A ella le contaba muchas anécdotas de su vida, pero su intención principal era la de ayudar a esa persona abandonada a su suerte. Sin embargo, parece ser que, a pesar de vivir completamente solo y desamparado a ojos de la sociedad, era un hombre feliz. A su manera, había sufrido, aprendido, madurado y descubierto lo bello en lo cotidiano. Una vida agitada, coronada por este regalo final.
Creo que si, en algún momento, me decido a escribir una novela le pediré permiso a mi amiga para que éste sea el conmovedor argumento.