He estado observando a unos niños que se encontraban frente a mí en un restaurante. Sus padres les pusieron juntos y ellos se situaron en una mesa cercana, para vigilarles de cerca. Eran ocho y sus edades estaban comprendidas entre 4 y 8 años, calculé. Estaban contentos de verse juntos y solos y, de vez en cuando, como todos los niños, elevaban el tono de voz cuando se comunicaban. Sus padres les chistaban para que no nos molestaran. Personalmente, no me molestaban en absoluto. Al contrario, para mí fue una fiesta ver cómo se comportaban y la creatividad que derrochaban en el más mínimo detalle. Les trajeron un par de botellas de agua -muy bonitas, la verdad- y lo primero que hicieron fue tocarlas y retirar con sus manitas el vaho que traían. Alguno de ellos realizó dibujos con sus dedos. Luego, uno de los mayores tomó una servilleta y la puso en la mesa en forma de cucurucho, e introdujo los cubiertos en vertical en ella. Quedaba muy decorativo. Los demás le vitorearon (más llamadas de atención de sus padres) y trataron de imitar su proeza, unos con más habilidad que otros. A los más pequeños pronto se les derrumbaba el cucurucho, pero no se frustraban por ello. Lo intentaban una y otra vez y reían a carcajadas. Cuando les trajeron las croquetas, expresaban con gusto lo ricas que estaban y, a continuación, seguían con sus “juegos de mesa”: la sal, las migas de pan y las servilletas eran sus elementos auxiliares de juego. La alegría la llevaban dentro.
Simplicidad, juego, entusiasmo, inocencia… ¡Cuánto tenemos que aprender de los niños! ¡Cuánto que recordar del niño que llevamos dentro!