lunes, 3 de junio de 2013

Mi tía Petrita tenía un 127



Sí, mi tía Petrita, como todos le llamábamos (Petra -piedra en latín- era demasiado duro para su dulzura), tenía un Seat 127. Se sacó el carnet, valiente ella, pasados los 50 años. Era hermana de mi madre, la tía soltera de los seis hermanos. Murió joven, pero dejó mucha huella en nosotros. Una tía muy devota, pero con los pies en este mundo, muy cercana, cariñosa, siempre con una sonrisa para todos. Vivía en su propio mundo, era muy independiente, a la vez que familiar. Cuando se estaba yendo, nos confió que diéramos de baja una suscripción de una revista de carácter científico y espiritual; siempre intuí que tenia muchas inquietudes y supuse que esa revista era su “secreto”. 

Mi tía me pedía que le peinara algunos sábados. Se me da bien moldear el pelo y, cuando acudía a su casa, estaba sentada con el peinador sobre sus hombros, el pelo mojado y el secador enchufado, para que mi esfuerzo fuera el mínimo. Ella siempre estaba dispuesta a hacernos cualquier favor a todos los sobrinos.

Tenía una tienda de ultramarinos; de las famosas tiendas de toda la vida, de esas impregnadas del aroma del bacalao cortado a “guillotina” y del pimentón a granel, que envolvía con gran destreza. Era preciosa, la heredó de mis abuelos. Vivimos en un pueblo muy frecuentado por veraneantes de Madrid y, por eso, mi abuelo la puso el nombre de “Madrid pequeño”. El mostrador, de mármol y madera tallada, entonaba con el reloj dorado que presidía el frente, obsequio de una marca de café.  El escaparate tenía una forma redondeaba, que le daba un aire distinto. Los niños nos subíamos en un pequeño peldaño y, cuando nos sujetábamos en su cristal, salía ella a decirnos: "Hijos, no dejéis los dedos  marcados"; lo hacía en un tono tan amable que ahí seguíamos haciendo equilibrio.

Mi tía tenía muchas habilidades y una gran inteligencia. Como mi madre, pertenecía a esa generación de niños de la posguerra que no pudieron formarse por falta de posibilidades, pero que desarrollaron su talento del modo que  estuvo a su alcance. Arreglaba cualquier aparato electrónico como si fuera un técnico especialista. Escribía muy bien, como casi todos los de mi familia, la verdad (veo cómo se expresan cuando nos intercambiamos mensajes, y pienso… “si quisieran, podrían hacer lo mismo que yo” :-)). Tenía una libreta en la que iba apuntando curiosidades. Me decía que algunas clientas le pedían “escalestrix” por “espaguetis”, por ejemplo.

Ella confiaba mucho en mí. El día en que me llamaron para una entrevista de trabajo para la que debía presentarme en un par de horas en la empresa (en la que aún estoy), fui corriendo a su tienda a pedirle que me llevara, que no había tren disponible para ello; se quitó rápidamente el “guardapolvos” (¡qué bueno! Acaba de venirme esta denominación que le daban a la prenda, cuando me he imaginado quitándosela), y nos subimos al coche. En el camino yo iba tranquila, bien acompañada y segura de que iba a quedarse esperándome paciente a la puerta de la empresa, en su 127, el tiempo que fuera necesario. 

En mi libro, La gestión de la vida en el trabajo, que, aunque no personalizo, responde bastante a mi propia historia, se me pasó este detalle, recordar de algún modo a quien te ha ayudado en momentos tan importantes como éste,  resaltar su disposición y el papel que jugó en ello. Mis padres siempre fueron incondicionales. En el libro les pongo en primera plana en los agradecimientos, porque no puedo estar más agradecida de su protección y ayuda y del ambiente cálido que propiciaron en casa, sin presión alguna en mi formación y desarrollo. Pero había dejado a mi tía fuera de la historia. Esta mañana, al despertar, me ha venido su imagen y no he dudado en escribir este relato. No estoy corrigiendo nada de lo que me va naciendo, porque es algo que tengo muy grabado en el corazón.

Salí de aquella entrevista, que duró como una hora y media. Consistía, entre otras cosas, en una redacción breve sobre un tema de actualidad. Recuerdo que hablé del paro universitario (nada parecido al actual, claro, pero había sus dificultades). La redacción me salió redonda; iba con ventaja porque era mi fuerte. Me dio tiempo a pasarla a limpio, así que guardé el borrador inicial y, al salir, se lo di a leer a mi tía: 

- "¡Te cogen, hija, te cogen! Me dijo, dándome un beso apretado en la mejilla. 

- “Bueno tía, acaba de empezar la selección, faltan  un par de entrevistas y pruebas”, le respondí. Pero yo también tenía un buen presentimiento.

Retomamos felices el camino de vuelta, con nuestra radio sintonizada y comentando las cosas que habían sucedido en ese día de trabajo en equipo ;-).