Hace unos días, en un viaje en tren, pude experimentar la bondad de los viajeros; cómo una persona mayor le preguntaba al interventor una duda del trayecto, y otra joven se ofrecía a acompañarla a realizar su trasbordo. Y cómo otro joven se apresuraba a alcanzar la maleta de un señor que tenía dificultad para bajarla del estante.
Constaté en ese viaje lo que ya sabía, que, cuando te comportas con los desconocidos con naturalidad y miras a las personas por su fondo, por lo que son, recibes la misma mirada de su parte.
En silencio, escuché casualmente las conversaciones de algunos jóvenes que hablaban de sus proyectos, y me di cuenta de que este periodo "revuelto" en el que vivimos está despertando lo mejor de nosotros: nuestra creatividad, nuestro talento y, por esas y otras muestras que percibí el otro día, nuestra solidaridad.
“Todos los días de mi vida aprendo algo”, decía una señora mayor a otra que, como ella, venían de recorrer, nostálgicas, su ciudad natal con sus respectivos maridos.
Ya, en Madrid, mi querida hermana, una gran profesora con alma y muchas cosas más, estaba esperándome con un rico almuerzo y, como siempre, acompañándome con su sonrisa y cariño hasta la hora de la entrevista de la que he hablado por aquí en estos días.
De regreso a casa, en la estación me abordaron dos señoras para ofrecerme la posibilidad de hacerme socia de Aldeas infantiles. Iba con tiempo de sobra y me detuve a hablar con ellas. En menos de dos minutos estábamos dialogando sobre nuestras vidas y proyectos; yo, con el vello de punta, quizá por sentir la misma energía; ellas me mostraban su afecto con palabras y gestos de amabilidad. Ambas tenían una vida interesante, plena de creatividad y servicio a los demás. Intercambiamos teléfonos y tarjetas. La más joven me habló de un libro que iba a presentar su novio, Rafael González Millán, poeta e invidente, Los sentidos del alma, publicado por la Fundación ONCE. Lo leeré, porque, en esta vida, todo sucede por algo, y esa obra con ese título tan cálido y profundo tiene que terminar en mis manos. Me despedí de ellas con un cariñoso abrazo y sabiendo que, aunque no volvamos a vernos, hay algo de cada una en las tres.
A continuación, me acerqué a la barra de una cafetería para tomar un piscolabis y le dije al camarero: “Póngame también un donuts, que hoy me lo merezco” . Él se sonrió, sin pedirme explicaciones.
Si es que somos tan iguales… perdón, somos todos tan lo mismo y hay tanta bondad en el ser humano, que basta con frotar la piel para que afloren nuestros mejores sentimientos.