Una de mis funciones en el trabajo es acoger a las personas que se van incorporando, ya sea como becarios, en prácticas o empleados. Me gustan especialmente esos primeros minutos de conversación con un café, antes de entrar de lleno en la explicación de las actividades de la empresa o de recorrer sus instalaciones.
Me encanta saber por qué esos jóvenes (en su mayoría) se inclinaron por tal o cual tipo de carrera o formación, cómo llegaron hasta aquí, escuchar sus inquietudes profesionales y, sobre todo, sentir su frescura y transparencia (la que nunca deberíamos perder). Por sus comentarios, percibo si su mirada sobre el mundo laboral es universal o si se quedan más en lo concreto; si se han sentido libres de elegir lo que les apasiona o si estaban algo condicionados por el entorno. Pero hay algo que desprenden todos: una gran sabiduría esencial, la que traen “de fábrica” y van potenciando con su experiencia de vida, independientemente de los conocimientos que hayan ido adquiriendo con sus estudios; sabiduría que transmiten con sus palabras y, sobre todo, mediante el brillo de sus ojos, abiertos a captar cualquier detalle y a colaborar con todo lo que les rodea.